El crimen de la guerra
Por Jack Fuchs *
No hay una fecha precisa
que registre el comienzo de la guerra como acontecimiento humano,
tampoco una fecha futura que le ponga término. La guerra es un
acontecimiento humano, como el dolor, la memoria, la risa.
Hace unas semanas un
grupo de jóvenes, de un colegio secundario católico, me pidieron
una entrevista; me hicieron distintas preguntas. Me preguntaron, por
ejemplo, por qué los judíos fuimos siempre blanco de persecución.
Di un largo rodeo y terminé respondiendo que a mí también me
habían enseñado la historia de
la
creación según la Biblia, que yo, seguramente como ellos, tomaba al
pie de la letra el relato, y que cuando en el mundo sólo existían
cuatro personas, Adán, Eva, Caín y Abel, y Caín mata a Abel,
liquida entonces en ese acto ni más ni menos que al 25 por ciento de
la humanidad. De modo que éste es el crimen más
feroz,
una proporción jamás alcanzada en ninguna guerra, ninguna
catástrofe o epidemia. Y ese crimen es anterior a la existencia de
los judíos, los musulmanes, los cristianos, anterior a la
esclavitud, a las nacionalidades o las clases sociales; no estuvo
motivado ni por el oro, ni el petróleo o el trigo; es un crimen que
parece fundar la lógica de las generaciones y la historia. Esta
lectura de Caín y Abel, atendiendo precisamente a su carácter
simbólico, me
permitió
poner a los jóvenes en la pista de que quizá no sea central
responder por la causa que explica la persecución de un grupo
particular por otro, ponerlos en la pista de que, a mi modo de ver,
la gran pregunta es por el rasgo elemental del crimen, por aquello
que hace de la violencia un factor esencialmente necesario y
constitutivo. Se conmemora en esta fecha el 60º aniversario del fin
de la Segunda Guerra Mundial, la derrota del nazismo. Y los
judíos
conmemoramos los 60 años de la Shoá. No sé por qué el pueblo
alemán no celebra en esta fecha el sesenta aniversario de lo que
llamo sin ironía: el holocausto alemán. Los jóvenes alemanes se
ofrendaron como víctimas voluntarias. Alemania estaba convencida,
entre otros resortes del delirio colectivo, de que
había
que luchar y morir por el Führer, por el Reich, que era deseable y
heroico morir por Alemania en los campos de Europa, en la nieve
soviética o en África.
Al
terminar la guerra no sintieron ningún alivio, cayeron en la bruma
de la derrota, no advirtieron que también ellos se libraban de una
fe autodestructiva, de la vigilancia de la Gestapo, de los campos de
concentración o de la eutanasia obligatoria.
Los judíos no íbamos
voluntariamente a la destrucción, quisimos
sobrevivir,
hicimos lo posible por sobrevivir en circunstancias absolutamente
adversas. Los asesinos planificaron, calcularon sus fines, sus
movimientos. Las víctimas no planificaron nada. De un momento a otro
uno se encontró en posición de víctima. Aislado, torturado,
prisionero, desnudo, rapado, despojado de todo,
de
su nombre, de su historia. De un momento a otro las víctimas éramos
un número.
Hay infinidad de
testimonios de donde sólo surgen la miseria y el
sufrimiento
a los que se somete a la víctima. Pero de las víctimas no puede
aprenderse nada, o casi nada. Sólo una muy dolorosa lección acerca
de lo que un hombre es capaz de soportar para sobrevivir. Los
verdugos en cambio tienen un saber articulado en la preparación
metódica de sus tareas, en la organización,
en
la anticipación y en el rasgo estratégico de sus objetivos. Así
ocurrió bajo el nazismo. Desde el ascenso en 1933 a la caída en
1945, los nazis trabajaron infatigablemente en la organización y
ejecución de sus fábricas y laboratorios de muerte, con la
colaboración y asesoramiento de científicos, médicos,
ingenieros,
antropólogos y personal técnico. Tomaron decisiones acerca de quién
debe morir y quién debe vivir.
Para
saber qué ocurrió en aquella densa tormenta de oscuridad sería de
enorme valor rescatar los testimonios personales de los victimarios,
el relato confesional de sus experiencias, sus planes.
La
guerra es el peor de los crímenes porque revela esa condición
esencial y constitutiva de lo humano en la violencia. Pero sin la
Segunda Guerra Mundial, que comenzó con la destrucción de Guernica
y finalizó con Hiroshima, no hubiera habido Shoá, tanto como sin la
Primera Guerra Mundial no hubiera habido genocidio armenio. Hay
guerras de las que se habla incansablemente, y otras que caen en
olvido y silencio como ocurre actualmente en Sudán, donde ya hay más
de trescientos mil muertos y dos millones de refugiados.
Cuando hablo de la
planificación de la masacre, cuando señalo la
intervención
de intelectuales y profesionales, cuando subrayo que no se trató de
una barbarie primitiva sino de una realización muy elaborada y
sistemática, estoy refiriéndome a una inevitable pesadilla que
todavía me persigue. La idea de que el horror pueda ser ejecutado
por una banda iletrada no me inquieta tanto
como
la realidad de un crimen colectivo orquestado según normas muy
precisas, normas que responden a un alto grado de organización
social. Veo en eso, no puedo ver otra cosa, la paradoja trágica de
la civilización.
Intelectual,
pedagogo y escritor. Sobreviviente de Auschwitz.